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miércoles, 4 de julio de 2018

Medicina personalizada

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Vengo a que me pida un análisis, hace más de un año que no me lo hago; no me come y lo veo débil (mientras el niño corretea por la consulta y da patadas en la espinilla a la pediatra); es que si yo considero que tengo que ir al especialista me tiene que enviar; soy vegetariana y quiero saber cómo tengo la B12; necesito un certificado de que no puedo ir a clases de baile; sí, ya sé que son las cuatro de la mañana, pero es que tengo fiebre y no puedo dormir bien; pues para mí sí es importante así que ¡póngame preferente en el volante!; ¡ah¡ ¿pero ahora la caída de pelo no la trata el especialista?; en mi empresa me piden un justificante con fecha, hora, sello y que ponga los días de reposo; salgo de marcha y quiero omeprazol...

Diariamente los médicos de cabecera nos enfrentamos con mil y una peticiones que no encajan muy bien con la misión de nuestra profesión, ni con el trabajo que uno pensaba realizar cuando eligió la especialidad y trabajar en la sanidad pública. No va la cosa de tareas burocráticas impuestas por la organización, ni de las derivadas de los aspectos no clínicos de la disciplina, sino de esa serie de demandas que los pacientes reclaman y que, tangencialmente, tienen relación con la salud y la enfermedad. Son peticiones que tienen que ver con las no-enfermedades que magistralmente definía el BMJ hace varios años, con la preocupación rayana en lo excesivo por la salud, la imagen corporal o el bienestar en general, con el apogeo mediático de los estilos de vida «saludables». En otras ocasiones, la enfermedad y los médicos como sus fiadores actúan como sustitutos baratos de un sistema de bienestar social escaso o inexistente, también como notarios de saldo en las disputas con empresas, instituciones y cualquier organización que no tolere la incertidumbre de confiar en sus administrados.

Hace poco un médico de familia, gurú de la gestión, se quejaba de cómo algunas reformas vendidas como innovación atacaban el espíritu de la atención primaria y de los sistemas públicos de salud basados en la solidaridad. Según este autor y otros muchos, considerar como deseables iniciativas que se apoyan en el consumerismo conducen en primera instancia al consumo sanitario inapropiado, siguen con el despilfarro e iatrogenia, y finalizan con la degradación de estos sistemas públicos. El descabezamiento ideológico de la sanidad pública es evidente, pero estos autores olvidan que este problema lleva tiempo instalado en nuestro sistema sanitario. La accesibilidad indiscriminada y la banalización de la medicina son la norma en nuestras consultas en particular y en la sanidad pública en general. Esta misma sanidad que, en España, ejerce como monopolio de la atención primaria, que a la vez que impide la canalización de esas demandas a otros sectores, no es capaz, ni probablemente quiere, de marcar las reglas del juego, ni de poner coto a los ataques no organizados de los consumidores.

Todo está orientado a contentar a los pacientes (perdón, clientes); al fin y al cabo, lo que quieren nuestros directivos es eso, medicina personalizada.

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